Introducción

Hace tiempo escribí que el habla es una excusa para entendernos a nosotros mismos, y cada vez estoy más convencido de ello. Nuestras emociones, nuestras voliciones, nuestros sentimientos, nuestras ideas aún sin conceptualizar, van tomando forma a partir de nuestra propia verbalización en un proceso de  auto-comunicación que precisa de toda una serie de complejos procedimientos mentales, y que son requisito imprescindible para que se produzca la comunicación verbal hacia los demás.
El hablante necesita ir desentrañando, diferenciando y ordenando a lo largo de su discurso, necesariamente inserto en el tiempo, toda una sucesión de sensaciones y emociones pertenecientes al ámbito de lo subconsciente intuitivo  por lo tanto sin forma y sin supeditar a las leyes espacio-temporales , que habrá de convertir en ideas abstractas y luego en conceptos codificados mediante sonidos verbales, formando vocablos pertenecientes al inventario lexicográfico de uso común o especializado, que habrán de ser organizados en líneas argumentales lógicas (frases que se ajusten morfológicamente a las estructuras sintácticas que cada idioma tenga establecidas).
Si las emociones que el hablante necesita expresar no son excesivamente intensas o no se agolpan precipitada y/o contradictoriamente (como en ciertas situaciones extremas en las que el hablante no logra coordinar esta tarea), este proceso cotidiano se lleva a cabo de manera más o menos fluida y expresiva, aunque, lógicamente, con las diferencias individuales que la oratoria, la retórica y las artes literarias explican.
Pues bien, este trabajo intenta acercarse al análisis de los mecanismos que se producen en la mente del hablante en uno de estos procesos primarios de verbalización: el de la conceptualización a partir de una configuración ideológica de tipo sensorial-intuitivo todavía no formalizada.

La hipótesis que presentamos aquí es que los sonidos consonantes, las sílabas, son los elementos puente entre lo intuitivo y lo codificado, y poseen una función doble  de ida y vuelta . Ese maremágnum informe, pero vivo, que es la emoción de cada instante, se va articulando mediante ciertos sonidos consonantes que, apoyados en vocales, participan de una manera sensorial, específica de dicha emoción. Son puentes, pues, entre zonas de nuestro intelecto con conformaciones y mecanismos mentales muy diferentes  lo intuitivo y lo racional, el hemisferio derecho y el izquierdo, con  universos intelectivos que no pueden mezclarse ni comunicarse entre sí más que a través de este tipo de elementos que participan de ambos. Son elementos-puente que están en la misma base de lo que hemos denominado cultura  y en su máxima expresión arte  y que son específicos del ser humano: el habla, el grafismo, la música, el gesto...

El aprendizaje básico y fundamental de este mecanismo de asociación de la gama de sonidos consonantes a los diversos estados de ánimo, y viceversa, procede, como mínimo (puede que un día se demuestre su origen genético), del largo y fundamental período de gestación del ser humano en el seno de la madre. Es allí donde, durante diez lunas y desde su mismo origen, el feto percibe y fija los casi infinitos matices de esta relación unívoca de sonidos con emociones de manera pura, es decir, aún sin tener la opción de conceptualizarlas: inmerso en la experiencia sensorial y expresiva de la persona en cuyo seno se está formando. Los sonidos del habla de la madre retumban en el pequeño cerebro del organismo que se está desarrollando en su interior y, al tiempo, éste no puede dejar de recibir en su ser, asociados correlativamente a ellos, los cambiantes estados emocionales de la madre, de los que es forzoso partícipe: por la propia sinestesia interna de los movimientos, por los cambios de temperatura, de densidad del medio en que habita, y sobre todo, por las microscópicas y permanentes alteraciones glandulares que se vierten en su torrente sanguíneo y que definen directamente su modo de sentir el mundo, sin que sepamos específicamente qué otras repercusiones pueda producir este hecho, puesto que el periodo prenatal es, para la psicología, aún una zona oscura y desconocida.

Por eso, ya como un ser desarrollado, al igual que hace el pintor mediante un trazo del pincel, un movimiento de danza el bailarín, o una nota musical el compositor, el hablante intentará también conectar con algún tipo de percepción interna de índole no racional y, en lugar de buscar un color en la paleta, una tecla en el piano o un gesto del cuerpo, que al materializarlos pueda confrontarlos con dicha percepción, buscará un sonido que su garganta pueda articular. Surgen así en su mente determinados sonidos verbalizables que tienen algo que ver, intrínsecamente, con la emoción que pugna por salir, como si su eco, en cierto modo, representase o, mejor dicho, contuviese la energía que vibra en su interior para elaborar cada uno de los eslabones de esa cadena de significantes que llamamos frase. Vibra la emoción y el hablante intenta encontrar el sonido armónico más cercano, el sonido verbal que más se ajuste a sus particularidades, el fonema que más sintonice con el sentimiento, por leve o intenso que sea. Luego, una vez seleccionado automáticamente, vibra el sonido de dicha consonante en su mente y el archivo de su memoria busca y encuentra al instante en su lexicón el vocablo más ajustado que disponga de esa vibración y de las que lo completen.

La percepción externa de esa mayor o menor concordancia propia entre lo emotivo y lo verbal produce intuitivamente en el oyente una mayor o menor credibilidad (y también es de enorme importancia, por cierto, en los métodos psicoanalíticos de la escuela lacaniana). Igualmente, la autopercepción de disarmonías tiene, como sabemos, su trascendencia en las secuelas psicopatológicas derivadas de los desajustes neurolingüísticos. No obstante, es gracias al dominio relativo de la expresión automática de las emociones por lo que existe la mentira como hecho casi exclusivamente verbal (además del gestual).

Para limar, trasformar y fijar en cada época el repertorio de vocablos que cada nacionalidad posee en forma de corpus idiomático (pasando por múltiples y variados procesos evolutivos propios), el pueblo, que es el que va modelando el idioma, ha tenido en cuenta, por supuesto, y de manera fundamental, estos componentes sensitivos, aún latentes en lo más profundo de su inconsciente colectivo. Son intentos de aproximación a unos sonidos olvidados, redondos, plenos, que se pierden en la memoria de los tiempos, pero cuyos ecos, cuyas raíces senso-emocionales permanecen vivas en nuestro más íntimo y misterioso bagaje genético.
Las diferencias entre los miles de idiomas existentes en el mundo están basadas en las diferentes conformaciones sinérgicas que en cada zona cultural las formas de vida de las gentes han definido como propias a lo largo del tiempo y que, a su vez, su lenguaje refuerza. Por cierto, no somos conscientes de lo terrible que es que continúen desapareciendo idiomas de la faz de la tierra. Lo peor que puede sucedernos es que se universalicen, o mejor dicho, acaben imponiéndose dos o tres  lenguas y que arrasen con todas los demás: perdemos cada año y para siempre sutiles y ricas formas de ver y de estar en el mundo. Como parece que pasa con todo, perdemos diversidad a pasos galopantes: pensamiento único.

No es que el concepto de ‘repugnancia’, por ejemplo, se exprese de forma diferente en dos naciones muy distantes entre sí simplemente por razón de la lógica interna de cada uno de sus sistemas lingüísticos. Es que, además, la sensación de repugnancia a niveles incluso fisiológicos, o, mejor dicho, el matiz de asco elegido como representante de dicho concepto (aunque existan otros mal llamados sinónimos, que den cuenta de otras variantes de dicho sentimiento), es y ha sido a lo largo de mucho tiempo comunitariamente diferente para los habitantes de esos dos países. Esto explica el porqué existen tantas palabras en finés o en sueco para expresar lo que en español denominamos simplemente ‘nieve’. El contacto cotidiano de los escandinavos con la nieve les ha llevado a definir semánticamente multitud de variantes senso-conceptuales. Aunque no sea exactamente lo mismo, aún recuerdo haber visto en un chigre de Madrid una lista en bable de más de cincuenta categorizaciones de la sidra (adjetivaciones). En castellano quizás el mayor número de “sinónimos”, y por lo tanto el abanico de mayor riqueza expresiva que he encontrado (para ello lo mejor es un buen diccionario bilingüe) pertenece a las entradas ‘borrachera’ y ‘pene’. Hay decenas de variantes de cada una de ellas, con sus curiosas particularidades connotativas. Estas son una pocas que he recogido de la primera:
borrachera
berza, bimba, cahuín, caraja, castaña, cebollón, chufa, chuza, ciego, cogorza, cuelgue, curda, dedal, embriaguez, estrobada, guaza, jamacuco, juma, jumera, llorona, mamada, mangada, manta, melocotón, melopea, merluza, mierda, moco, mona, moña, moñiga, papa, papalina, papón, pea, peda, pedal, pedrada, pedraza, pedo, peludo, pepino, perra, pifa, pilonga, pipa, pítima, rasca, socarrao, tablón, tajada, tajarina, tea, toña, tordida, tranca, trenzadera, trisca, trompa, tronza, trozo, trufa, turca, yuca, zambomba, zorrera…
estar borracho
ir alicatado, ir ahumado, ir alegre, ir arraigao, ir atizado, ir atufao, ir beodo, ir bolinga, ir bolo, ir briago, ir caliente, ir cargado, ir cebao, ir ciego, ir chapeto, ir chispa, ir cocido, ir colocado, ir contento, ir crudo, ir ebrio, ir embotijao, ir emburrado, ir empipado, ir endosado, ir engrasado, ir enjarrillao, ir entablonao, ir enzorrado, ir guarapeta, ir gorrino, ir huasqueado, ir jarra, ir lijado, ir morao, ir perfumado, ir pestuzo, ir petao, ir pipado, ir piojo, ir piripi, ir puesto, ir tacleado, ir tibio, ir tostado, ir troncho, ir zompo, ir zorollo…
Es obvio que no recibimos la misma imagen de una persona si nos dicen que iba cargado o que se había cogido una pilonga que si nos cuentan que iba mamado o zompo. El significado es el mismo, que estaba borracho (y no más que eso explicaría el mejor diccionario), pero aquí no tanto se pretende definir cuántos miligramos de alcohol llevaba en la sangre (que también) como el tipo de borrachera que llevaba, o sea, expresar ciertos matices de tipo sensorial acerca de su aspecto y de su comportamiento. Matices indudablemente comprensibles de forma subjetiva pero inaprensibles e intransferibles, como inaprensibles e intransferibles son los sentimientos que produce escuchar una sinfonía. Estamos, pues, en el reino de las sinestesias despertadas por los purititos sonidos de las palabras, en base, ahora sí, a relaciones interdependientes dentro de un sistema fonológico de sincronías territoriales y nacionales que se han ido conformando diacrónicamente.

Idioma y política
El idioma es por ello, como saben perfectamente los políticos, el elemento de identidad básico para la conformación sentimental y por lo tanto ideológica de las nacionalidades. El hecho de que, a veces, esta identificación colectiva de emociones por parte de todo un pueblo sea utilizada con un criterio de pertenencia exclusivista, cerrado y segregador, exacerbando belicosamente las diferencias con otros pueblos, está fuera de los objetivos de este trabajo.
No obstante lo anterior, hay ciertos sonidos consonantes que aún pertenecen al acerbo común, que no han podido ser enteramente modificados, porque tal vez (acudiendo a la parábola de la Torre de Babel) se trata de correspondencias senso-verbales anteriores a la aparición de la cultura tal y como hoy la entendemos, que permanecen vivas. La idea de ‘madre’, o de ‘mamá’, por ejemplo, está casi universalmente asociada al sonido “m”. Con respecto a esto, los lingüistas comparativistas parten de un hecho a mi entender irrefutable: “...hay ecuaciones o igualdades sistemáticas entre distintas lenguas que no pueden ser atribuidas a la casualidad. La hipótesis es que esas lenguas proceden de un lenguaje prehistórico único (...)”[1]

“El valor de la expresividad y del simbolismo de cada letra en la percepción y creación del lenguaje es considerable”, afirma García de Diego.[2] Este autor da una importancia fundamental a la onomatopeya como generadora universal del lenguaje humano. “Frente a las divisiones étnicas de las razas y patrias, el lenguaje natural descubre una comunidad universal de la psicología  y de la mente humana.”[3] Es por eso por lo que, en la actualidad, las onomatopeyas utilizadas en los cómics seguramente pueden ser interpretadas adecuadamente en la mayoría de los idiomas, tras las adaptaciones gráfico-fonéticas que cada uno de ellos necesita para traducir correctamente las letras a sonidos.

En este sentido, para este estudio, poco nos importa cuáles son las formas más cultas o filológicamente pertinentes de las palabras. Tampoco nos sirve para justificar el uso actual de un término remitirnos a su origen sin más, por mucho que sea casi idéntico a uno inglés, o árabe, o latín. Si se utiliza en la actualidad, tal y como se utilice, es que es válido y necesario para la comunicación. Y basándonos en sus sonidos, no en la forma escrita. De este modo, al investigar la palabra hippie, tan utilizada en España los años setenta, provenga de donde provenga, tendremos que centrarnos en sus sonidos en castellano y tratar de estudiar, pues, la conformación de fonemas que dan como resultante el término ‘jipi’. Lo cierto es que anteriormente ‘jipi’ significaba sombrero de jipijapa, es decir elaborado con una planta de Ecuador. Y jipiar aún sigue siendo “1.Hipar, gemir, gimotear. 2. Cantar con voz semejante a un gemido”. El aire de ambos conceptos y de otros, vecinos a aquél en nuestra fonética, debe de flotar necesariamente en la forma de entender lo que es un hippy para un hispanoparlante. Es decir, que seguramente la palabra en cuestión, al importarse del inglés se quedó como estaba  en lugar de crear un nuevo término a modo de traducción  porque ya en nuestros archivos semánticos sus sonidos estaban previamente asociados  indudablemente de forma inconsciente  a vagas ideas de paisanaje romántico y colonial, de elegancia más bien étnica y de cantar gimiendo, y dentro de ese bagaje no cuadraba demasiado mal. Si ha arraigado entre nosotros una palabra, del modo que sea, es que se ha hecho un hueco real, necesario y preciso en el inventario de nuestros instrumentos expresivos.

Es el uso cotidiano y real el que define la función y la forma actual, el que nos informa acerca de cómo sentimos las cosas en cada presente. Si es así como se dice una palabra, a pesar de que la lógica, o la moda, o la Academia, o los medios de comunicación la rebatan, es porque esa palabra, su composición sonora dentro del marco global del idioma español, contiene precisamente las connotaciones más próximas al verdadero sentir del hablante. Por ejemplo, se ha establecido desde arriba que la utilización de la palabra ‘deber’ en una de sus dos acepciones (la que se refiere a ‘probabilidad de que suceda una cosa’: “debe de ser muy tarde”) se base en la inserción de la preposición ‘de’ detrás del verbo, y que si el verbo va sin esa partícula indique ‘obligatoriedad’: “debo ir a esa reunión”. Pues bien, todavía la mayor parte del pueblo llano no acaba de entender (o no quiere entender) que no pueda decir “debo de ir a esa reunión” para comunicarnos su sentido del deber en dicha cuestión. ¿No será que el que utiliza tal expresión (equivocada según la Academia) siente que la expresión de su obligación queda reforzada por la inclusión de esa maldita partícula ‘de’? Esto es lo que para nosotros cuenta. Lo que la gente dice y cómo lo dice.


Evolución del lenguaje
Por otra parte, la relación histórica entre el significante y el significado en todos los matices que hemos citado aquí  está, como sabemos, sometida a un proceso dinámico perfectamente autónomo, y su estudio puede servirnos para entender las transformaciones de los hábitos morales, de las valoraciones profundas, de las relaciones de los antepasados hablantes del mismo idioma con el mundo que les tocó vivir.  Si una F anterior ha evolucionado hacia una H y si el sonido de ésta posteriormente ha desaparecido en el castellano, suficientes razones habrá habido. Si antes decían ferir y ahora decimos ‘herir’ (“erir”) es porque ahora nos sentimos heridos o herimos de otra forma (tal vez menos “fiera”).[4] Es éste un campo de estudio filológico especialmente interesante (y que no contemplamos apenas en este trabajo), puesto que la transformación de las palabras, o su sustitución por otras nuevas, nos informa acerca de los cambios que la sociedad ha ido experimentando, con aportación de infinidad de matices extraordinariamente sutiles y prácticamente libres de toda manipulación. No es que el poder político y religioso no haya intentado desde siempre prohibir o imponer el uso de determinadas palabras, de determinadas expresiones, o de matizar determinados términos asociándolos a conceptos y sensaciones prefijadas por él. Su intento es más evidente aún en la actualidad, mediante la utilización de los medios de comunicación de masas. Es indudable que, si pudieran, sustituirían la experiencia viva del pueblo en su interrelación cotidiana por una inacabable ristra de telecomedias, teledramas y teleconcursos, salpicada de anuncios publicitarios que, en definitiva, siempre han pretendido obligarnos a redefinir lo que es la felicidad, el amor, la rabia, el valor, la elegancia personal o la amistad según sus conveniencias. Pero, aunque ha habido periodos de la historia en que parecen haberlo conseguido en muchas de sus facetas (recordemos el lavado de cerebro del pueblo alemán bajo la propaganda nazi, o el totalitarismo de la Inquisición), a pesar de todo, el idioma ha conservado siempre su espíritu de irrenunciable rebeldía, su vigor creativo y veraz, su sano y refrescante populismo y, sí, seguramente ha reflejado en su seno esas imposiciones, pero, además, ha continuando preservando o reelaborando sus propios criterios de manera independiente. Es muy difícil para el poder llegar a las raíces, a las covachas, a los bajos fondos donde, en esos casos, se esconde, con toda su potencia, la esencia de los idiomas. Es imposible para el poder controlar todo lo que se dice y cómo se dice. Incluso en las más herméticas prisiones.

Expresión no-verbal
Sabemos de la existencia de lo emotivo no-codificado que subyace al habla y que la genera porque se manifiesta de otras muchas formas más evidentes que en el proceso de verbalización que tratamos aquí. En paralelo a nuestro discurso verbal producimos, de manera automática, alteraciones del ritmo, del volumen, de la entonación del habla, además de gestos con la cara, las manos, el cuerpo. Incluso emitimos otro tipo de señales a través de medios aún menos descodificables: cambios en el color y tersura de la piel, en la sudoración, en el tono muscular, dilataciones o contracciones de la pupila de los ojos, alteraciones del ritmo cardíaco y respiratorio... Se trata de resortes del sistema nervioso simpático y parasimpático, descargas glandulares endocrinas y exocrinas...,  que reaccionan sin la intervención de nuestra voluntad ante los hechos que estamos viviendo  expresando  y que, aunque casi nunca alcanzan el nivel del conocimiento racional, son componentes esenciales de nuestra respuesta.

La mayoría de ellos son perceptibles desde el exterior de nosotros mismos, y por lo tanto son mensajes para otros individuos. El famoso “detector de mentiras” o polígrafo intenta descubrir precisamente las incompatibilidades entre las respuestas verbales que da el sujeto conscientemente y algunas de estas respuestas emocionales incontrolables. Que en ocasiones son (ante un interlocutor avezado y perceptivo, o incluso ante ciertos especimenes del reino animal) más elocuentes que nuestras propias palabras o acciones. A pesar de que todos asumimos estos hechos, tendemos a suponer que son flecos de los mensajes principales, adornos sin importancia de las comunicaciones verbales de las que nos reconocemos protagonistas. Y sin embargo puede que sea justamente al revés: que la comunicación no conceptual sea lo indispensable y la formulación hablada el envoltorio. Exactamente lo contrario de lo que afirmaban Ludwig Wittgenstein, Bertrand Russell y la escuela neopositivista, para la que todo lo que quedara fuera de la precisión formal en el mensaje verbal, casi al modo de las formulaciones matemáticas, no era considerado pertinente para el ámbito de la lingüística.
También existe una comunicación energética que se verifica en paralelo a estos cambios constantes en la fisonomía de nuestro cuerpo. No sé si estoy hablando de telepatía o no: no me interesa ese campo. Solo sé que el tiempo en segundos que transcurre entre el inicio de un acontecimiento dramático en un vagón de metro, como por ejemplo, que el brazo de una persona quede atrapado en la puerta, y el hecho de que alguien tire del freno de emergencia en la otra punta del vagón atestado de gente, no le permitiría afirmar a un observador del suceso que ha habido posibilidad material de codificar y decodificar mensajes verbales, gestuales o de cualquier otro tipo. Sólo existe la posibilidad de que se trate, simple y llanamente, de la transmisión instantánea, a través de los individuos intermediarios, de una intensa energía cargada de miedo y de alerta.

Luego tenemos también las imágenes mentales activadas por cada complejo estado hormonal, que proceden de ese inmenso e impenetrable almacén de nuestro cerebro que llamamos subconsciente.  Se trata de verdaderos hologramas mentales que emergen de manera automática en el consciente cargados de normas morales y estéticas férreamente asociadas a vivencias del pasado y que condicionan nuestro pensamiento presente. Siempre están mediando entre nuestra experiencia y nuestro pensamiento, aunque hay ocasiones en que su presencia se hace más evidente: se repiten obsesivamente, o se agolpan en nuestra mente de manera confusa y contradictoria, o, cuando nuestro Yo no se siente amenazado (como es el caso de los sueños, donde nuestro consciente se relaja y descansa), aportan materiales sumamente desinhibidos, creativos, llenos de inspiración.
Los sueños no tienen formas, ni gestos, ni palabras. Son auto-comunicaciones puras procedentes de nuestro subconsciente, energía sin más. Pero, al despertar, nuestro cerebro no puede permitirse no comprender, y tiene que inventar una historia, una narración —surrealista o naturalista— de las modulaciones que, en los pocos minutos que ha durado la descarga de emociones, acaba de recibir. El relato del sueño, el argumento con todos sus detalles y sus personajes lo fabrica nuestro cerebro en los milisegundos anteriores a la recuperación de la conciencia, adaptando el relato lo más ajustadamente posible al flujo de tan intensas sensaciones. Es paradójico, pero aunque al despertar creemos que hemos visto objetos, personas o acciones, en el proceso de la ensoñación no ha existido nada de eso: solo posteriormente, nosotros mismos, nuestra mente consciente ha traducido a imágenes, a sonidos, a ideas, a elementos sensoriales comprensibles por nuestra razón, esa descarga aparentemente informe de emociones. Y es justamente el análisis de esa traducción —o podría decirse mejor “adaptación”, como en el teatro— lo que le resulta tan útil al psicólogo en su tarea de ilustrarle al paciente acerca de los temas obsesivos o recurrentes que él mismo ha introducido en su relato —a partir de situaciones “no acabadas” de la vida cotidiana— al finalizar el sueño en sí.

El proceso de elaboración de los sueños es, pues, básicamente, el mismo que el de la verbalización, es decir, un trasvase de elementos energético-sensoriales al universo espacio-temporal de lo racional mediante elementos perceptivos-puente (en este caso imágenes visuales dinámicas en lugar de sonidos verbales). La diferencia entre ambos hechos (la ensoñación y la verbalización) quizás pueda hallarse en el diferente contenido de los mensajes a concienciar y en el grado de profundidad inconsciente de los mismos.

Todos son, en cualquier caso, componentes de la autocomunicación antes citada: las reacciones sensoriales, inclasificables, los autoimpulsos glandulares, los estados de ánimo latentes, las imágenes del subconsciente...: sensaciones y emociones sin peso ni volumen. Y esos materiales han de transmutarse en palabras (como en imágenes el sueño). ¿Cuales son los más primarios instrumentos de que disponemos a la hora de la expresión verbal?: los sonidos. No aún las palabras, sino solo los sonidos. Un gruñido, un runruneo, un suspiro, un “ah” de sorpresa... Luego están las palabras, los conceptos. Hay que darle forma lógica, adaptar al mundo de las relaciones sociales, insertar en el espacio y el tiempo que compartimos con el mundo real, toda esa avalancha de materiales emocionales que nos despierta cualquier estímulo, cualquier frase que escuchamos. Ahora sí es necesaria, pues, una codificación en toda regla. Pero hay muchas palabras en un diccionario. Miles y miles. Y, en una conversación de temas mínimamente abstractos, tenemos que elegir al instante las palabras más adecuadas a esos sentimientos, o a esas simples voliciones, entre una cierta variedad. Y la entonación de cada una de ellas, el volumen, el ritmo... Cada vez que pronunciamos una palabra, o la leemos en un libro, o la pensamos (se ha demostrado que, también en estos dos últimos casos, siempre hay vestigios de actividad de los órganos de fonación), se produce una autoestimulación instantánea producida por el significado conceptual de la palabra que procesamos/emitimos y, en íntima concordancia con ella, atendiendo a lo emocional, por la vibración sonora de sus sílabas. Ésta es la segunda función  de retorno  de la articulación de los sonidos verbales. Es, repetimos, como hace un pintor en el acto de crear: Cada pincelada va definiendo la forma, y también el tipo de trazo y el color cuentan como componentes sensoriales. Por eso, una vez aplicada a la tela, el artista tiene que detenerse y percibir el resultado que a él mismo le ha producido. Tiene que entenderse a sí mismo en cada nuevo trazo. Cada pincelada sugiere la siguiente.


El poeta, máximo artesano de la palabra
El poeta tiene que rebuscar entre los sonidos verbales, entre centenares de posibles sílabas, aún sin significado alguno, la vibración musical que conecte emocionalmente con la sensación que en él pugna por ser expresada. Porque cuando algo tan abstracto como una idea poética tiene que tomar forma de palabra, hay que rodearla de sonidos, como vestidos que se ofrecen a una princesa para que, según su estado de ánimo, ella elija. Hay que agasajarla con consonantes y vocales para que, al fin, estalle en la boca el concepto, el vocablo preciso. Todos recurrimos a este mecanismo cuando perseguimos un término que se nos escapa, que no acaba de venirnos a la memoria. Antes, cuando aún no la tenemos pero andamos cerca de encontrarla, pensamos: “Ya está rodeada”. O, más popularmente: “la tengo en la punta de la lengua.”

Y a veces, si la emoción que necesitamos expresar es lo suficientemente sutil,  la palabra no existe. Nunca, en realidad, ninguna de ellas se ajusta de manera absoluta a la sensación que experimentamos. Habría que inventarla. Pero eso es salirse de las normas del juego, hacer solitarios. Naturalmente, algunos escritores lo han hecho, como divertimento, como experimento. Recordemos, por ejemplo a Cortázar, en aquel texto que comienza así:  Aunque apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clésimo y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. [5]  Pero no, hay que utilizar la moneda de curso legal, aunque sepamos que así solo conseguimos transmitir una aproximación. Tampoco, siguiendo el símil de la moneda, podemos pretender ajustar tanto el precio de una mercancía como para fijarlo en las 28 euros con 54 céntimos, 4 milésimas y 7 diezmilésimas que entendemos que, en justa valoración, debería venderse.

Inventar una palabra no es un asunto individual, por definición. Ni siquiera puede conseguirlo una comisión, un equipo, un conjunto de notables y expertos. Seguramente, en sus formas más profundas, están inventadas desde hace mucho, y las hemos olvidado. Nunca me canso de citar este fragmento de una novela:
“Pensaba también en los nombres de las hierbas y se los repetía una y otra vez, como buscando en ellos el sonido de viejas historias y lo que cada planta, entrando por los ojos, había dicho en la vida y en el corazón de los hombres. Porque el nombre que se dice no es el nombre íntimo de las hierbas, oculto en la semilla, inefable para la voz, pero ha sido puesto por algo que los ojos y el corazón han conocido y tiene a veces un eco cierto de aquel otro nombre que nadie puede decir.” Rafael Sánchez Ferlosio. “Alfanhuí”
O este poema de Juan Ramón Jiménez, titulado Eternidades:
¡Intelijencia, dame
el nombre exacto de las cosas!
Que mi palabra sea
creada por mi alma nuevamente.
Que por mí vayan todos
los que no las conocen, a las cosas;
que por mí vayan todos
los que ya las olvidan, a las cosas;
que por mí vayan todos
los mismos que las aman, a las cosas...
¡Intelijencia, dame
el nombre exacto, y tuyo,
y suyo y mío, de las cosas!
Cuanto más amplias, complejas y profundas sean las vivencias de un pueblo, más amplia será la conformación y aproximación de su léxico a los sonidos primigenios del arcano que nos fue otorgado. Así mismo de mayor número de posibilidades dispondrá cada individuo para encontrar la combinación (la sinfonía) de sonidos más cercana a su particular emoción. Y, tal vez, pueda así expresarnos el poeta, con su facultad de llegar hasta los límites del lenguaje, vivencias aún más inéditas. El Siglo de Oro español es un buen ejemplo de todo ello.
En fin, este es el asunto fundamental de este pequeño trabajo: el complejo e intenso  canal de comunicación de los sonidos de las palabras. Y, a nivel más básico, de los sonidos de las consonantes. Un canal en paralelo al conceptual, a través del cual vertimos y recibimos muchas más cosas de las que imaginamos.
De modo que no se puede afirmar, desde luego, que los sonidos de las palabras son los que definen su significado. Ya no. Si fuese así, ¿por qué habría tantísimos idiomas, con vocablos tan diferentes para los mismos significados? Habría un único idioma común, global, el idioma humano. Aquel hipotético y mítico sánscrito antiguo, previo a la alegoría de la Torre de Babel. Incluso si hubiese sido real, histórico ese idioma universal, la dispersión geográfica, los triunfos y derrotas militares, la llegada de dioses nuevos, mitologías y credos… en fin, de todo un pasado y un proyecto de futuro tribal que compartir, habrían acabado diversificando las hablas de las gentes. ¿Por qué? Sabemos que cada territorio con una idea de identidad grupal (¿poseedor de unas fronteras, físicas o administrativas?, ¿de una lengua en común?, ¿de una religión?, ¿de un mismo sistema político?) ha ido estableciendo a lo largo de los milenios, usos y hábitos propios y diferenciados, e incluso leyes y valores morales y éticos específicos, y más aún, sinestesias o interpretaciones lingüístico-emocionales ajustadas a la propia psicología grupal englobando a todo lo anterior, lo que también se traduciría en un vocabulario adaptado a dicha configuración mental colectiva.
Por ese y por ningún otro motivo merecimos en tiempos inmemoriales  el  castigo divino” que aún nos recuerda el mito de Babel: por la malhadada tendencia del hombre al nacionalismo, al pacto cómplice y autoprotector, a la conjura de hermanamiento ficticio en base a meros estereotipos; y además en todo tipo de niveles jerárquicos, de los cuales a la postre no somos más que rehenes: nación, región, pueblo, barrio, familia... Sólo cuando el ser humano supere esta tendencia al sectarismo, se abra, pierda sus ancestrales miedos al vecino y se universalice (como pretendía ingenuamente el anarquismo decimonónico a través de la implantación global del esperanto), podremos tener de nuevo un idioma único y común, exento de matices diferenciadorescompetitivos, y de tics. Aún harán falta miles de años.
Where shall de word be found, where will the word
Resound? Not here, there is not enough silence. [6]
                                                                   T. S. Elliot
Pero si bien los sonidos per se no definen universal, energéticamente, a los conceptos (ideas abstractas, acciones, objetos), que disponen de nombres tan diversos en los diferentes idiomas (cognatos), sí podemos decir que los fonemas que se usan en cada una de esos idiomas, lenguas, dialectos o acentos, manifiestan las connotaciones “nacionales” o “comunitario-hablantes” que éstos les otorgan en cierto momento histórico. No podemos afirmar, en absoluto, que los fonemas de la palabra española ‘trigo’ definan al trigo de modo universal, ni siquiera que exista en la actualidad una palabra en cualquiera de las lenguas del mundo que exprese la esencia última del concepto trigo, el concepto puro –en el sentido platónico– del trigo. Son formas de percibir, de cualificar, de señalar matices o aspectos semántico-sensoriales que cada idioma, utilizando los sonidos de su alfabeto, ha ido asociando de modo evolutivo a dicha palabra.
En realidad las palabras de un idioma (y de forma semejante también a nivel personal, en una conversación al uso) no expresan tanto las cualidades, la esencia del asunto al que se refieren, del objeto en sí, como la idiosincrasia del pueblo (o de la persona) que lo habla.
A propósito de esta reflexión, aporto aquí esta personal disquisición, necesariamente intuitiva, de algunas coloraciones que se le dan actualmente al concepto ‘tiempo’.


Tiempo, temps, time, zeit
El español es realista, poco peripatético, desconfiado con la utopía. Su tiempo puede ser tan largo y tan enigmático como quiera pronunciar esa EM central, pero al cabo termina, siempre termina en un PO rotundo, redondo (valga la redundancia, y ahora ya es triple), más seco que el golpe de bombo (POM) que el director de una banda de música decreta para dar por terminada la marcha en medio de un pasaje cualquiera. La muerte, el fin de las cosas siempre llega y lo cierra todo repentinamente, dice el idioma, por mucho que hayas volado en la vida o en el espacio temporal marcado.
“Tengo tiempo para visitar la ciudad”, puede afirmar cualquiera. Pero el tiempo de visita, como está inscrito en el propio vocablo, ha de acabarse en algún momento. Inicio del recorrido por la ciudad (TI) suave, ligero; amable inmersión en el transcurrir de los minutos (EM) o de las horas (EMMM); final de la visita (PO). Tímido en el TI inicial, inmediatamente arrastrado a la cotidiana profundidad del EM, fatalista en el PO. 
Aunque, todo hay que decirlo, también sucede que, en ocasiones, el tiempo no es justamente oro, sino todo lo contrario, plomo, y lo que uno quiere es que se acabe de una maldita vez y que haga PO. Caso de sufrimientos, penas y dolores de toda índole. Entonces sí, nuestro concepto de tiempo como lapso cerrado, inevitablemente acabable, siempre transitorio, o incluso efímero, nos facilita mentalmente la travesía de tales trances. Que no todo ha de ser negativo. (Aunque sí terrible.)

El francés, en cambio, es francamente romántico, generoso en su ambición, inconscientemente voluptuoso en su fantasía. Su temps es una campanada de reverberación infinita. Teóricamente existe la seca muerte en esa P penúltima, luego suavizada en burbujas, en cánticos, en vaporosos rastros dejados en el aire terrenal mediante la S, pero sólo teóricamente, porque esas dos secuencias, P y S, ellos no las cuentan: son dos letras que no pronuncian. Se quedan, eligen valientemente, quedarse vibrando en ese TAM. Nasal, eso sí, es decir, un poco de puertas para dentro, íntimo y desconfiado, como todo lo suyo. Les queda muy bien la infinitud divina de su temps en los poemas, sobre todo recitados.

El inglés time es mucho más abierto, tanto hablado como escrito. Mucho más aéreo, expansivo; pero la conjunción de esas dos vocales, AI, en la versión pronunciada (y mental), lo convierte en un tiempo mucho más cotidiano, como si fuera un juego de niños, o como una vieja marca de galletas para desayunar eternamente (o para merendar, a las 5 p.m., con la liebre y el sombrerero de Carroll), como el nombre de un periódico para leer eternamente en el eterno desayuno con galletas. TIME, que ellos dicen TAIM, y dejan una M final resonando bella, etérea, metafísica, onírica, para salvar la E final, que pondría un límite cierto, pero por otra parte limpio y nada estricto, a su tiempo. Por esa distancia entre lo que dice la letra y lo que canta la voz, entre lo que está escrito y lo que se dice, como en el francés, también ellos se engañan a sí mismos, o tal vez, mejor dicho, corrigen en la práctica lo que su idioma-constitución dejó establecido. Por supuesto, con gran complicidad global, ya olvidada en los abismos del tiempo, temps, time.

El alemán parece otro mundo, pero no lo es. Su tiempo es Zeit, que se dice, más o menos, SAIT. Veamos: el ZEI inicial es aún más comestible, suave, candoroso, cotidiano que en francés, inglés, español . Es casi como un saludo amable al vecino al iniciar el día.  Fluido, sinuoso incluso, pues esa Z es como una S líquida. Y luego termina, simplemente termina el tiempo en una T, punto y final, cruz y raya, sin ambages, sin comentarios, sin adornos, sin expresión de sentimientos. Porque, además, no puede ser prolongada artificiosa o expresivamente más que sosteniendo el sonido de esa A (SAAAIT). Pero prolongar una vocal no es lo mismo que prolongar una consonante (TIEMMMPO, TAIMMMM, TAMMM). En una vocal no hay sustancia donde agarrar, no hay carne. Y, en comparación con una consonante (aquí la amorosa M, ni más ni menos), el tiempo queda un tanto vacío, estéril. Casi cualquier sonido se puede estirar, por supuesto, pero hay puentes específicos que te conducen directamente, por derecho, a lo más intenso o a las más altas esferas, y luego hay remedos, cohetes, globos sonda, que son las vocales cuando las alargamos.
Zeit es una flecha que viene de lejos, de no se sabe dónde, y se hinca, al final, sobre algo duro. Muere. Sin más. Y es, por tanto, una definición, una fórmula matemática, un teorema, o mejor, un axioma verbal representable gráficamente por una semirrecta limitada en el sentido de futuro por el punto T. Sin embargo, por la izquierda, por el origen, por el comienzo, con esa Z lenta y vibrante, el tiempo alemán, el zeit, tiende al infinito. Es curioso: justo al contrario que time o temps, semirrectas también, pero con los límites marcados a la inversa. Nuestro tiempo es, claramente, un segmento, definido por ambos lados. Como casi todo, excepto algunos conceptos y, claro, las acciones, los verbos.

Es lo que pasa con los idiomas, que nos imponen con sus palabras lo que debemos sentir y, al mismo tiempo, retratan, radiografían lo que sentimos, corporativamente, acordadamente, nacionalmente. Es una tiranía que pactamos minuto a minuto dentro de los límites de cada frontera, y es precisamente una de las razones de que haya naciones y existan esas fronteras. Para decir tiempo, no decimos en nuestro país temps, ni time, ni zeit, ni siquiera domelcro, carrate, zuf o cualquier otra combinación de consonantes y vocales. Decimos tiempo y lo afirmamos así, con todas sus características, cada día, cada segundo, porque si no quisiésemos seguir afirmándolo nos inventaríamos otra palabra, o transformaríamos la que ya tenemos, como tantas veces ha sucedido a lo largo de los siglos.

Y, entonces, ¿qué ocurre con esas otras naciones de América, de África, de Asia que, comparten con nosotros la misma idea de tiempo, y de alegría, de pan, de locura... Tal vez no sean otras naciones de veras. Estados federales, regiones, provincias de un mismo país al que pertenecemos nosotros, de nombre desconocido, organizaciones políticas y económicas y comerciales diferentes a la nuestra. Climas, razas, paisajes distintos. Pero naciones... No. En el corazón, no.


[1] Roberts y Pastor. “Diccionario etimológico indoeuropeo de la lengua española”. Alianza Editorial, 1996
[2] Vicente García de Diego. “Diccionario de voces naturales” Ed. Aguilar, 1969.
[3] Ídem.
[4] Sin embargo, en gallego, por ejemplo, esa evolución no se ha producido. Ellos dicen ‘ferir’ todavía, y el sentido de la palabra, el cúmulo de connotaciones que invoca, son por tanto diferentes.
[5] Cortázar, J. (1993)."Rayuela". Madrid, Alfaguara.
[6] ¿Dónde la palabra se hallará, dónde la palabra / resonará? Aquí no, no hay suficiente silencio.

4 comentarios:

  1. Enhorabuena Miguel Ángel, estupenda idea y estupendo blog. Ya me gustaría a mí...

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  2. Gracias, Pelayo. Estos ánimos sientan muy bien. Un abrazo.

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  3. Anónimo7:41

    Miguel Ángel, que gusto encontrar una fuente más cercana de ti, sabes en estos momentos estoy haciendo un análisis literario sobre una de tus obras, para ser especifico "¡Shhh... Esos muertos que se callen!" es de esta obra de la que te hablo, la cuestión esta en que quisiera saber a que se debe que los hallas escrito ó en otras palabras la ubicación sociocultural de la obra. Te agradeceria en el alma que me lo hicieras saber.
    Saludos MAMV!
    Ivana Aparicio

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    1. Bueno, Ivana, este no es el sitio. Mándame tu correo y te contesto.

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